Injusticia

Injusticia en Colombia

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Concepto de Injusticia

Una definición sucinta de Injusticia puede ser la siguiente: La idea de injusticia, en mayor medida que la de la justicia, representa un concepto puramente subjetivo, cualquiera que sea el punto de vista desde el punto que se lo contemple, pues, dejando aparte los supuestos de mala fe, nunca un juez creerá que ha decidido injustamente, así como tampoco ningún delincuente admitirá la justicia de su condena.

Desigualdades e Injusticias

Si somos todos iguales, maldita sea, ¿por qué no nos tratan mejor? De día en día ellos pueden llegar a sentirse humillados al recibir un mal trato de otros, de personas cercanas y distantes, a quienes estiman y desprecian, pero a quienes sienten con sus mismos derechos y con quienes se vinculan de una manera entre personal y política. Cuando son víctimas de ese mal trato, pocos lo olvidan, mientras el insulto de un extraño rara vez les suscitaría algo más que un enojo. Cuando se sienten humillados es porque esperan no serlo. Reclaman las obligaciones que piensan que deben recibir de sus compatriotas. Viven en un país de derechos y de arbitrariedades. Oímos sus clamores y sus penas.

Las tensiones les llegan menos por las grandes distancias que pueden existir entre ellos que por sus proximidades, por sus tratos entre personas de los mismos estratos sociales, entre los de arriba, los de en medio y los de abajo, y también entre los de arriba abajo y los de abajo arriba, aunque estos sean menos cotidianos. Sus gustos y sus disgustos sociales son estrechos y personales. A pesar de ser una sociedad de pocos ricos, de bastantes medianeros y de muchos pobres, y de luchas viscerales entre los conservadores y los liberales, los colombianos escasamente conocen unos profundos conflictos entre sus clases sociales y sus ideologías políticas. Con múltiples guerras decimonónicas entre los de arriba junto con sus séquitos rurales, los colombianos han vivido en su historia, hasta mediados del siglo anterior, pocos movimientos contestatarios de abajo arriba. Si conceptos como el conflicto de clases y las disputas ideológicas son algo básicos para ayudarnos a entender las dificultades que surgen de vez en cuando, es posible que al oír más bien las fricciones entre ellos nos acerquemos a varios de sus momentos cotidianos.

Como lo sostiene el historiador Renán Silva, Colombia es una sociedad de “tradiciones compartidas” entre los hombres notables en los pueblos y sus jefes nacionales, entre sus ciudades y sus pueblos, entre sus clases sociales. Las culturas populares mantienen desde siempre un diálogo intenso —escribe Silva— con las formas ‘sabias’, ‘letradas’, ‘elaboradas’… Es una sociedad de una ‘relativa homogeneidad cultural’, con una tendencia hacia una gran oralidad y disposición a las palabras por parte de las gentes populares de ciertas regiones2.
Para muchos, las jerarquías de arriba abajo y de abajo arriba les son sólidas, así como también porosas, cerradas y entreabiertas, a veces confusas, confundibles, aun cuando en algunas regiones, como en el campo boyacense, son bien marcadas. Sienten que participan en el orden social, más que estar excluidos de él. A diario se relacionan unos con otros, estableciendo cuidadosamente entre ellos sus relativas posiciones sociales, unos un poco por encima de otros, otros un tanto por debajo, buscando algunas distinciones. Expresan una predilección cultural por marcar diferencias entre ellos. Su sociedad, sin aproximarse a ser dinámica, dista de ser estática. Les es tan ruidosa, tan clamorosa, como opresiva.

El periodista y hombre de Estado Alberto Lleras Camargo, presidente de la república entre 1945 y 1946, siente que en los tratos sociales entre sus compatriotas no prevalece la rigidez que ha caracterizado a las sociedades del Viejo Mundo. Al fallecer su gran amigo, el político liberal Alfonso López Pumarejo, primer mandatario de la nación en dos ocasiones, dice en su discurso funerario el 21 de noviembre de 1959, que en Colombia… un país de aluvión que apenas va conformando sus estratos sociales, hay mucha gente insegura, vacilante sobre su estabilidad…3. Cuando Carlos Marx se refiere, en el primer capítulo de su 18 brumario de Luis Bonaparte, a Estados Unidos de América como un país donde si bien existen ya clases, éstas no se han plasmado todavía, sino que cambian constantemente y se ceden unas a otras sus partes integrantes, en movimiento continuo…, bien podría haberse referido a Colombia en el siglo XIX y también en el XX, y seguramente también a los otros países desarreglados del Nuevo Mundo.

Viven los colombianos, entonces, en una sociedad de profundas desigualdades e injusticias y con una pobreza penetrante en el campo y en las ciudades. El Estado, que es pequeño, hasta raquítico, les ofrece poca educación, empleo y salubridad. No hay grandes opciones para mejorar el nivel de vida, especialmente para los de abajo, pero algunas pequeñas oportunidades, reales e imaginadas, se les pueden abrir a su paso aquí y allá. Los une de arriba abajo su férreo deseo por la propiedad, a la que todos tienen derecho, como una casa, casita o choza, un terruño, una vaca, el negocito, lo que también los lleva a diferenciarse y a que unos tengan más y mejores bienes que otros.

Después de la abolición de la esclavitud, en 1852, los colombianos conviven en sus tratos sociales sin restricciones legales. Desde entonces, el Estado escasamente ha legislado en contra de los derechos públicos de sus ciudadanos a raíz de sus componentes étnicos, raciales o culturales. En el siglo XIX, el Estado y los partidos políticos sostuvieron largas negociaciones con las comunidades indígenas, y se decretaron algunas leyes particulares acerca de los resguardos, en particular en el Cauca4. Con arreglo al concordato firmado en 1887 con la Santa Sede, se reconocen únicamente los derechos de la Iglesia católica. Pero el Estado no se lanza a reprimir los otros credos religiosos. El antisemitismo se siente, sobre todo en las ciudades. Hasta mediados del siglo pasado, y en especial en aquellos mismos días a los que nos acercamos en este libro, practicantes de la fe protestante son hostigados por miembros del clero católico. Uno de los que más atacaron a protestantes y a judíos con sus palabras es Miguel Ángel Builes, el obispo de la alejada diócesis antioqueña de Santa Rosa de Osos.

Los colombianos no conocen algo que se asemeje al régimen de Jim Crow en Estados Unidos, leyes y luego instituciones y tradiciones cotidianas que separaron de la población blanca a los negros libres, ya no esclavizados después de la guerra civil (1861-1865). Este régimen, que decretó la ilegalidad de cualquier convivencia humana entre personas de las dos razas, principalmente en sus relaciones carnales, subsistió en varias partes de Estados Unidos hasta 19656. Los colombianos no han vivido una discriminación gubernamental, legal y social como la que se implementó en Alemania y en varias otras partes de Europa contra la población judía durante el régimen nazi, que culminó con el Holocausto. Esos actos de violencia en contra de negros y de judíos las expresan los blancos abiertamente, como acciones legítimas, con un sentido ético en procura de lo que consideran el bien común. No llegan a sentir vergüenza por sus actos de maldad. Menciono estos dos casos, de múltiples otros, por lo que me han afectado, quizá al ser hijo de padres nacidos en Alemania, y ahora que resido desde hace más de treinta años en el estado de Virginia, en el sur de Estados Unidos.

Las distinciones que los colombianos van enhilando a diario entre ellos no son el resultado de leyes o de reglas formales. Sus comportamientos son más bien costumbres que ellos llegan a entender cultural y subjetivamente. Si la población indígena ha tenido una reputación en el imaginario colombiano de ser un pueblo perezoso, un indígena tras otro puede demostrar con su personalidad y su presencia que no lo es. Espera la consideración de los demás. El mestizo a quien se le considere desconfiable por su naturaleza, por ser mestizo, se presenta como una persona con un carácter sólido. Siente que se le debe tratar con respeto. Aquellos colombianos de bajos niveles de educación pueden esforzarse por ser vistos como seres correctos y responsables, personas con algunos intereses y ciertos conocimientos, hombres y también mujeres de palabra. Esperan que les reconozcan sus méritos.

Ellos, además de patrióticos, son regionalistas. El pensador y político santandereano Manuel Serrano Blanco sostiene que existe algo que él llama el vínculo colombiano. A la vez, los colombianos se diferencian entre ellos, como lo asegura Serrano Blanco; por ejemplo, su pueblo santandereano se distingue por herencia, tradición, costumbres, prejuicios, clima, educación, inclinaciones. Lo caracteriza su valentía. Este pueblo tiene fama y nombre de valiente7. Pero cada santandereano posee además su personalidad, su modo de ser, y algunos serán más valientes en unas circunstancias que en otras, de jóvenes quizá más que de viejos. Serrano Blanco expresa en sus palabras el sentir popular de que los colombianos tienen personalidades regionales, que el bogotano es cortés y ceremonioso, el boyacense amable y discreto, el costeño franco, abierto y generoso, el caucano señorial y culto, el antioqueño emprendedor y vivaz, el tolimense dejativo y gallardo, el santandereano valiente8. Seguramente entre los tolimenses la mayoría son algo dejativos, algunos de manera pronunciada. Sin duda, no hay otro jefe político tan dejativo como el chaparralense Darío Echandía, candidato liberal a la presidencia en 1949. Los bogotanos que entonces se presentan en público con una cierta imagen aristocratizante, conocidos como cachacos, parecen ser hombres arrogantes, pero también pueden ser amables.

No solo el bogotano es cortés y ceremonioso. Cuando pueden, los colombianos buscan serlo. La cortesía es una expresión cultural, aprendida, algo poco consciente en la vida de cada uno de los seres humanos. A la vez, es una estrategia algo pensada. Los colombianos en estos años buscan establecer un cierto respeto entre ellos, unas distinciones para alabar a algunos y calmar los ánimos. Un modo de ser, el buen trato entre las personas, el buen tono, la deferencia, la decencia, unos buenos modales; la cortesía consiste en portarse ante otros correctamente, mostrarse ante los demás como una persona de cierta cultura. La cortesía les trae satisfacción y confianza. Como una necesidad social, es un conjunto de estrategias destinadas a evitar o mitigar los conflictos que se pueden presentar entre los interlocutores producto de factores sociales como la edad, el sexo, la posición social, la jerarquía, los niveles de educación9. La vida diaria entre los colombianos, quizá sobre todo en estos años, llega a ser volátil, particularmente entre los que se conocen, los que se ven y se oyen. La cortesía llega a serles indispensable para aligerar en instantes algunos de sus complicados tratos sociales. Pese a ser una expresión individual, la cortesía es una necesidad colectiva.

Los momentos en estos días de mediados del siglo pasado que relatamos en estas páginas son la expresión de la vida particular, a la vez personal y pública, a veces íntima, de sus personajes individuales. Son ellos los protagonistas de su historia. Con sus palabras, sus acciones y su modos de ser, sienten que se hacen, que se distinguen. Por encima de sus abolengos y de sus humildades, más allá de sus clases sociales y de sus ideologías, en sus variados estratos sociales sienten que ante los demás logran expresarse por medio de su personalidad, ya sea con su temperamento, su carácter, su talante, su idiosincrasia, su sentido del humor. Varios se sienten destacados en sus pueblos y en las ciudades al participar en los asuntos públicos del país y llegan a ser vistos como personas de cierto valor. Estos hombres aquí y allá buscan impresionarse los unos ante los otros en sus encuentros civiles, en las ciudades, los pueblos y en el campo. Se contrastan. Se hacen notar por encima de sus participaciones colectivas, más allá de ser liberales y conservadores, senadores y representantes, jefes municipales, bandoleros y chulavitas, policías y soldados, civilistas y matones. Más allá de sus identidades sociales, que pueden llegar a ser algo estables, sus relaciones son individuales, varias veces movedizas, entre iguales que no lo son del todo y entre desiguales con quienes pueden tener algo en común. Se buscan. Oímos sus voces. Ustedes, los lectores, las sentirán.

Los jefes políticos se esfuerzan por sobresalir, cultivando minuciosamente los detalles de sus presentaciones ante el público, cada uno con su particular estilo, prácticamente todos exponiendo con cierta obsesión sus conocimientos de la cultura, la filosofía y la literatura del mundo occidental. Son hombres que necesitan que los vean como eruditos. Se ven, se describen y se analizan entre ellos en detalles dicientes, sin economía de palabras, cada uno precisamente por sus características particulares, las que ellos sienten percibir desde sus pormenorizadas descripciones de sus fisonomías, de sus rostros. A pesar de que se presentan en público con tal esmero, no podemos olvidar que ellos escasamente logran controlar su entorno y que el destino de los colombianos se les va saliendo de las manos.

Los hombres de en medio se quedan atrás, pero no tanto. Los notables en los pueblos buscan presentarse tal como lo hacen su jefes urbanos. Son tradiciones compartidas. Alfonso Hilarión, el alcalde militar de Muzo (en Boyacá), y Saúl Fajardo, el boticario civilista a quien le toca convertirse en el jefe guerrillero de Yacopí (Cundinamarca), se presentan en sus memorias por medio de su trato social con otros, con sus personalidades, como si sus modos de ser, quiénes son, fuera lo único que les importa o lo que les resulta lo más significativo. Estos dos enemigos se conocen, si no de cara, de reputación. Conservador el uno y liberal el otro, son hombres medianeros, de escasa educación, que se esfuerzan por ser hombres con alguna cultura, hombres de palabras, como decimos en estas páginas. Escriben con soltura.

Son autores de sus memorias: Hilarión de Balas de la ley y Fajardo de Las aventuras de un pobre diablo. Hilarión escribe que Fajardo lo calumnia cuando se refiere a él como el más famoso bandolero que pisara tierra boyacense. Antes de que se convirtiera en guerrillero y cuando era corresponsal del periódico gaitanista Jornada, Fajardo lamenta que los agricultores liberales Emilio Florido y Tobías Aguilar fueron muertos por los agentes al mando del alcalde de Muzo, Alfonso Hilarión… Hémonos dirigido, sin respuesta hasta el momento, al señor presidente Ospina, solicitándole la intervención del gobierno para contener tan irregulares hechos (“Atrocidades continúa cometiendo la banda de policías boyacenses”, Jornada, 21 de febrero de 1948).

Los miles y miles de colombianos que de alguna manera sobresalen —algo o poquito—, los hombres de palabras —los que se incorporan para presentar sus discursos en el Senado o los que caminan a la oficina de telégrafos en su pueblo para mandar unas palabras, de alabanza y de plegaria, a sus jefes en Bogotá— sienten que los que no consiguen destacarse en algo es porque no llegan a desarrollar una personalidad. Son vistos como gente del común, del montón, de la calle, de los que no se sobreponen a las características colectivas que los envuelven, tales como sus condiciones económicas o de educación, sus características raciales y geográficas o las de género. Las mujeres, entonces, participan más informal que formalmente en los quehaceres públicos, aunque algunas tengan recursos materiales y altos niveles de educación, sean personas de muchas palabras y esposas de hombres que se distinguen. No tienen el derecho al voto10. Los hombres, así como también las mujeres que se hacen notar, se imaginan alejados de los de pocas palabras, individuos sin rostro, sin una presencia pública, que llevan vidas solitarias, aun cuando los tengan ahí a su lado.

En sus voces y sus comportamientos cobra vida una sociedad de arraigadas tradiciones, un orden social conservador aun después de los dieciséis años de gobiernos liberales entre 1930 y 1946. La Iglesia y la fe católica ejercen su dominio en la educación del pueblo y de los de arriba, de los cultos y los humildes, y hasta sobre las instituciones seculares. La fe y la moral cristiana son entendidas, incluso por muchos liberales, como las fuerzas indispensables que unen al país frente a las tendencias disolventes del materialismo y los intereses económicos, y que ellos sienten que conducen al egoísmo individualista y rompen las obligaciones tradicionales entre ellos. De ahí surge el temor a los protestantes que siente monseñor Builes. En su imaginación, las obligaciones del ciudadano prevalecen sobre sus derechos. Lo que otros piensan y dicen de ellos cuenta tanto o más de lo que ellos piensan de sí mismos. Los conservadores sienten que una sociedad del bien común se les va desvaneciendo ante el empuje de la modernidad que les llega peligrosamente desde más allá de las fronteras nacionales. Los liberales, inciertos, le tienen poca confianza a ese futuro moderno.

En el poder desde 1946, los conservadores, decididos, intentan imponerse, incluso por la fuerza, buscando la autoridad, tantas veces sin encontrarla entre todos los conflictos rurales. Los de arriba, los conservadores más angustiosamente que los liberales, perciben que las jerarquías sociales, el respeto y la deferencia de los de abajo hacia ellos se van aminorando día tras día. En un país de aluvión, los temores de los de arriba son más imaginados que reales y no por imaginados para ellos son menos reales. Los temores de los medianeros, por las cercanías entre ellos y las condiciones similares de su vida, son reales y también para ellos imaginados. Los conflictos, especialmente los físicos, son pueblerinos más que urbanos.

Los jefes políticos luchan por mantener su presencia en el centro de la vida pública, metidos en el ruido, en la política, atrayendo con su personalidad a sus colegas y al pueblo. Ya a fines de 1949, sintiendo que es poco lo que pueden hacer para que la violencia no siga expandiéndose de municipio en municipio, para que el país regrese a sus tradiciones cívicas, muchos parecen estar convencidos de que cada uno de ellos es el más indicado para continuar en la vida pública. Los liberales se alejan al fin de la vida pública en las últimas semanas de 1949, cuando ya sus esfuerzos para regresar al poder han sido en vano y cuando se convencen de que Laureano Gómez, el caudillo conservador que es la figura central de la época, los derrotaría en las urnas. Del ruido salen al desierto, como dicen; al abismo, al exilio y a la soledad. Los liberales por todo el país se encierran en la casa ese domingo de elecciones, el 27 de noviembre, mientras los conservadores festejan en las calles. Laureano, como le dicen sus amigos y sus enemigos, el hombre amado y temido como ningún otro, está a las puertas de la presidencia de la república.

Se ha pensado que estas vidas de mediados del siglo pasado no son contables, ya que el discurso histórico no les puede llegar a esos momentos tan sufridos, subjetivos, particularmente los de las víctimas de estos conflictos11. Son días entre 1946 y 1953 en que ocurren cosas sin contar. Estas dificultades afrontadas al escribir unas historias que son tan personales como las de las violencias entre los colombianos han llevado a un caudal de visiones noveladas y algo noveladas. Muchos de los enfrentamientos en estos años ocurren en el anonimato. A veces sabemos cuándo y dónde sucedieron algunos, pero rara vez cómo fueron. Pocos quieren testificar y la impunidad es la norma. Los tejedores de la imaginación han podido concebir enfrentamientos, así como también los silencios y sufrimientos en la vida diaria de la gente, han entrado en el fuero interno de los personajes, lo que para el historiador es tan difícil. Estos momentos los conocimos inicialmente por la ficción y por los testimonios de los personajes mismos que quisieron contar sus vivencias12. Al ser la violencia tantas veces una serie de tramas personales, de enfrentamientos cotidianos que se van gestando, con un comienzo, un desenvolvimiento y un final, la violencia colombiana es idónea para la ficción, aunque rara vez ha sido relatada como intriga, en muchos casos el final es por demás predecible y el cuento es de malos contra buenos. En ellos, en los relatos literarios, se destacan los personajes, la persona.

La guerra les ocurre a las personas de una en una, escribe en The Face of War (El rostro de la guerra) la extraordinaria corresponsal de guerra Martha Gellhorn, quien cubrió la guerra civil española, la Segunda Guerra Mundial, la guerra en Vietnam, la guerra de los Seis Días, los conflictos en Centroamérica en los años ochenta y, a la edad de 81 años, incluso la invasión estadounidense a Panamá en 1991. Cuando los soldados de un ejército entran en batalla, sienten la guerra, al instante, todos en el mismo momento, y cada uno, cada soldado, la siente a su manera, en su momento. Gellhorn nos aproxima a la angustia de ese momento, de ese enfrentamiento. Nos aproxima a la violencia. Los conflictos son entre seres humanos, entre personas.

Quizá no haya otro conflicto que refleje tan fielmente la aguda percepción de Gellhorn que el de la violencia que les llega a los colombianos a la vez con sentida rapidez y a cuentagotas, de uno en uno. Les llega a todos porque son del país, son colombianos, sufren penas ajenas y, hay que decirlo, también se pueden alegrar de ellas. Muchos saben que su vida y la de sus seres queridos escasamente peligran. A unos, los enfrentamientos los afectan personalmente, carnalmente, en su vida, en la de sus familiares, sus amigos, sus conocidos. Unos viven a más distancia que otros de la agresión verbal y física, y de la muerte. Pero eso puede cambiar en cualquier instante y ellos no tienen cómo saber lo que va a suceder. Se sienten angustiados. Otros menos. Pueblerinos y también citadinos se ven afectados varias veces, otros de vez en cuando, algunos casi nunca. La violencia, las violencias, son ecos. La personalidad cuenta. Hay gente que se mete, otra no. A algunos los meten y ahí se quedan, involucrados. Otros buscan el conflicto. Otros más lo tratan de evitar.

Tenemos, por lo tanto, un distintivo género creativo muy colombiano que mezcla la historia y la ficción, un género en el cual buscamos participar en algo en estas páginas13. Las fuentes del presente libro, las históricas y las noveladas, son ambas subjetivas. Ambas pueden llegar a detectar algo objetivo, en el sentido de poder descubrir lo que realmente ocurre, lo que los personajes históricos hacen y sienten. Las palabras de un epígrafe al libro son un invento —aunque alguien las pudo haber dicho—, palabras en una novela clásica, El día señalado, del célebre autor Manuel Mejía Vallejo. Unos hombres, juntos, se encuentran sentados alrededor de una mesa, en algún lugar del país. Antes por lo menos oíamos la radio —dice uno—, leíamos periódicos, nos juntábamos los amigos viejos para hablar de otros días. O callábamos sin mayores inquietudes. La radio, los periódicos, la conversación, tan significativos en Colombia. Y ese cambio de hombres y también mujeres mirándose con un silencio cómodo y respirado, a otro silencio pesado, de susceptibilidades, de dudas, de desconfianzas, de miradas de soslayo, es un cambio histórico; de momento, en un lugar, luego en otro, un cambio profundo en la vida diaria, en su casa, en sus calles, en la cantina, en el sitio de trabajo, en la misa, en la oficina del telegrafista, en su corazón. Sin duda ocurre y vuelve a ocurrir de momento en momento. ¿Existirá una fuente empírica que nos lo cuente? Quizá.

He elaborado La nación sentida alrededor de ocho actores que encontramos más bien en los márgenes de los principales hechos históricos. Ustedes los conocerán de cerca, como también a varios otros personajes históricos. Sin acercarme a los inventos del novelista, me he imaginado algunas de las palabras que dicen cuatro de ellos al acordarse de su vida: el corresponsal Abid Kronfly cuando trabajaba en Cartago (Valle); el expresidente liberal Alfonso López Pumarejo sobre su visita a los Llanos, cuando ya está bastante alejado de la cosa pública; el telegrafista Manuel Bedoya Ruiz en Roldanillo (Valle), y el redactor del periódico El Siglo en Bogotá. Este último es un personaje sin nombre, ya que en él reúno a más de un periodista conservador. Se presentan ellos en estas páginas en primera persona.

Al telegrafista Manuel Bedoya Ruiz lo encontramos en enero de 1949 en el diario conservador El Siglo y en la revista Semana (“Viejo telegrafista del Ministerio de Correos se retiró”, El Siglo, 19 de enero de 1949; “Último mensaje”, Semana, 29 de enero de 1949). La historia de estos días se puede escribir sin acudir a los periodistas y a los escritores de Semana, pero no la historia que aparece en estas páginas. Semana es una revista liberal que busca ser objetiva, un ideal entonces inalcanzable. La revista sale al público por primera vez el 28 de octubre de 1946, con la dirección del expresidente Alberto Lleras Camargo, y circula durante las siguientes 762 semanas, hasta el 21 de agosto de 1961.

Aun cuando el telegrafista Bedoya Ruiz sea una persona desconocida por la historia, es quizás uno de los personajes más típicos, uno de los más representativos de la época. Siento estos días de mediados del siglo XX muy de don Manuel, no tanto de don Manuel el guerrillero como de don Manuel el telegrafista. Unas palabras de Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo, sobre el aislamiento de su lucha aparecen en el libro.

Tres de los actores se presentan desde sus propios textos. En Balas de la ley, el conservador Alfonso Hilarión narra su testimonio de los días como alcalde militar en el pueblo de Muzo (Boyacá). Es un texto verosímil e inventado, la historia de un hombre que se con-vierte en héroe, proyectando más personalidad y presencia de la que pudo haber tenido, aunque ciertamente las tiene adrede. Describe mejor a las personas a su alrededor, a las de arriba y a las de abajo, que a sí mismo. El libro lo publicaron la editorial Centro en 1952 y la editorial Santafé al año siguiente. Desde Muzo, como cronista, Hilarión escribe además varios artículos sobre la explotación de las esmeraldas en la región.

Memorias y aventuras de un pobre diablo es el testimonio del liberal Saúl Fajardo, un texto algo más fidedigno a los hechos que el de Hilarión. Como el título lo indica, es la historia de un hombre angustiado, humillado, que se resiente continuamente por las arbitrariedades a las que lo someten sus superiores y por las pocas capacidades que ve en sus inferiores. Escribe profundamente desde sí mismo, sin que los de su alrededor, de arriba y de abajo, se le nublen. Fajardo escribe entre 1951 y 1952, a máquina y a mano en una choza tras otra en Cundinamarca y Boyacá mientras huye de las autoridades, y luego en Bogotá, donde también intenta el escape para salvar su vida. El suyo es un texto incompleto y sin publicar que se encuentra en la Biblioteca Nacional en Bogotá. Al hacer entrega del manuscrito a la biblioteca en 1982, el doctor Guillermo Hernández Rodríguez escribe que perteneció al guerrillero liberal Saúl Fajardo, quien combatió en la región de Yacopí y a quien yo asistí como apoderado antes de su trágica muerte. Este diario tendrá alguna importancia histórica como relato y concepto de un militante de filiación liberal y origen campesino.

Los guerrilleros del Llano, el reconocido libro de Eduardo Franco Isaza, es la historia de un movimiento y de un hombre orgulloso, pero a la postre humillado, un boyacense de arriba que se une apasionadamente a los guerrilleros de abajo en los Llanos, sin llegar a compenetrarse del todo con ellos. Entre muchos otros momentos, Franco cuenta unos hacia finales de 1951 en los que el expresidente liberal Alfonso López Pumarejo viaja a los Llanos Orientales para dialogar con ellos, las guerrillas liberales de la región. A dos años de 1949, es un momento en el que se juntan, singularmente, las palabras y los tratos sociales de un jefe urbano y unas guerrillas rurales. Los guerrilleros llaneros sienten al jefe incómodo entre ellos.

En el primer año de salir al público la extraordinaria revista Mito, en la edición 3, de agosto-septiembre de 1955, entre las páginas 185 y 188, un escritor que se llama G. Vasco M. manifiesta que:

[A]l libro de Franco Isaza podría considerársele con justeza como un libro de historia. Y en efecto lo es. Pero no de la historia ya clasificada y polvorienta que se extrae de los archivos sino de una historia presente y violenta, historia en la cual siguen participando todos los seres que viven y se inquietan en nuestro contorno, cuyo desenlace está escondido y aparentemente incierto en el futuro… El destacado pedagogo colombiano J. M. Restrepo Millán reclamaba hace poco tiempo, en uno de sus postreros ensayos contra la monotonía y la superficialidad de la inmensa mayoría —si no de la totalidad— de los textos en los cuales hasta hoy ha querido consignarse la historia colombiana. En efecto, nuestra historia escrita —que no la historia real de nuestro pueblo—es una historia que no enseña, que no despierta grandes y nobles pasiones humanas… Las guerrillas del Llano, el único de los libros escritos sobre el tema de la violencia política —el hecho preponderante de la historia colombiana de los últimos años—que no ha sido puesto en venta en las librerías colombianas, podría muy bien constituir un “texto” de historia.

El trozo siguiente bastaría para respaldar tal aseveración:

Las botas herradas nos dejaron la amargura de la derrota. Habíamos escapado como ratas, nos sentíamos débiles criaturas sobre cuyas conciencias gravitaba la sensación del vacío y de la miseria. Aquellos eran los fuertes, los poderosos a quienes todo correspondía por derecho de conquista, hasta nuestros sentimientos. Por eso se llevaron a la mujer. Tenía que ser así. Quizás ella estaría conforme, el ancestro de la hembra arrebata por la fuerza como presa codiciada le estaría cantando en las venas. Los fierros relucientes de los triunfadores la seducirían, como siempre fue desde el principio de los tiempos.

Sentía el desespero de la humillación y de los celos. Yo, el rebelde fugitivo, no tenía derecho a la compañía y amor de las mujeres. Ninguno de los nuestros podía mirar tan alto. Nuestra compañera no podía ser más que la soledad y la espesura. La tibieza de unos labios, la tersura de una piel, las lágrimas y el arrullo de una mujer, bálsamo que cura todas las heridas, no son consuelo de los débiles sino adorno de los vencedores.
Se deslizaba lentamente el tiempo y un silencio embarazoso nos hacía enmudecer. Nadie hablaba, las miradas cruzaban disimulando algo…

Estos ensayos sobre las memorias del guerrillero Franco Isaza forman parte de un esfuerzo de los intelectuales de la revista Mito —Jorge Gaitán Durán, Hernando Valencia Goelkel, Hernando Téllez, Pedro Gómez Valderrama, Rafael Gutiérrez Girardot, entre otros—, hombres de arriba, de reivindicar los anhelos de las guerrillas, de los hombres de abajo, e incorporarlos a la historia del país. El texto circula clandestinamente de mano en mano en Bogotá y en otras ciudades y pueblos, ya que su publicación es prohibida por la censura. Además del ensayo de Vasco M., el entonces joven historiador Darío Mesa escribe el año siguiente una alabanza aún más larga, de nueve páginas, en la misma revista, en la número 8, de junio-julio de 1956. En El comandante Guadalupe Salcedo, artículo publicado en la edición 14, de 1957, el crítico izquierdista Jorge Child retrata con detalles cotidianos al guerrillero liberal. En la siguiente entrega aparece el Diálogo sobre las guerrillas del Llano, una conversación entre el pensador y político liberal Jorge Gaitán Durán y Eduardo Franco Isaza.

Las guerrillas del Llano se publica en Caracas en 1955. La edición que conocí como adolescente, y la que cito en este libro, es la primera que llega abiertamente al público en Colombia, en 1959, lanzada por la editorial Mundial. Viene con un prólogo del escritor y político liberal Juan Lozano y Lozano y dos ensayos, al final, de Jorge Child. Hay múltiples ediciones posteriores, una de las cuales aparece en 1976 con un prólogo de Enrique Santos Calderón, uno de los fundadores de la revista Alternativa. En 1994, la editorial Planeta publica Las guerrillas del Llano como parte de su serie Lista Negra, de libros que han sido perseguidos en la historia del país.

Al sentirme distante de uno de los ocho actores, de monseñor Miguel Ángel Builes —el obispo sigue siendo para mí una persona difícil de comprender—, acudo a sus escritos y también a otros autores que escriben sobre él, años después de los hechos. Builes es un hombre raro, afirma Jaime Sanín Echeverri, uno de sus admiradores. En su libro El obispo Builes, publicado en 1988, afirma que él es distinto de los demás prelados de su tiempo y de quienes lo han sucedido en Colombia16. Uno de los pocos debates de profundidad ideológica que ocurren en estos años lo protagoniza el humanista liberal José María Restrepo Millán en contra de los planteamientos del obispo.
Sin presentarlo como uno de los ocho actores, me han impresionado una y otra vez las palabras del escritor y estadista Eduardo Caballero Calderón y también las de su hermano, el humorista Lucas Caballero Calderón. Las palabras del cuentista y crítico literario Hernando Téllez me han sido también particularmente reveladoras. Se encuentran ellos algo al margen de los eventos de estos días.

Los títulos y las fuentes contemporáneas a los hechos que nutren el libro aparecen en paréntesis en el texto mismo, como ya hemos visto con el artículo escrito por Saúl Fajardo sobre las atrocidades del alcalde Alfonso Hilarión (“Atrocidades continúa cometiendo la banda de policías boyacenses”, La Jornada, 21 de febrero de 1948). Los titulares de la prensa también forman parte del pasado que intentamos rescatar.

¿Deberíamos intentar revivir estos momentos de mediados del siglo pasado? ¿No se ha escrito ya lo suficiente sobre estos tiempos tan ásperos? ¿De qué nos sirve reconocer el pasado? Muchos sienten que es mejor dejarlo atrás. Hoy se habla sobre la importancia de la memoria histórica. Algunos piensan que el país no recuerda su pasado y sienten la famosa aseveración de George Santayana de que aquellos que no lo pueden recordar están condenados a repetirlo. Lo más probable es que el filósofo no nos ha comprendido del todo, ya que los seres humanos repetimos lo que sabemos, aunque no lo hagamos precisamente de la misma manera. Simpatizo con los que no desean revivir el pasado.

(Aquí) buscamos revivir algo de la vida diaria de los colombianos, vidas de dolor y de miedo, de angustia, y también de otros sentimientos, de humor y de alegría, de respeto y de cortesía. Buscamos llegar a sus emociones. Ellas se dejan oír, llenan el aire, ruidosas, mientras que la razón bien puede quedar encajada, al ser de tan difícil expresión. La cordialidad entre los seres humanos es casi continua, mientras que la agresión es momentánea. Las dos van de la mano. Ambas se expresan por medio de las palabras. Cuando dos personas no logran mantener entre ellas sus tratos de cortesía, bien pueden brotar la agresión, la verbal —el hijueputazo— y también la violencia física —el aplanchamiento, el asedio con la parte plana del machete—, especialmente cuando, como sucede entre los colombianos, la cortesía y el buen trato son tan esperados. Las disputas comienzan, aquí y allá, con palabras, ya que el insulto verbal de algún tipo es un rasgo universal del conflicto interpersonal. Hemos sugerido que los colombianos sienten el derecho a que se les respete; como jerárquicos, se cuidan de que no les haga falta. Sin el respeto de otros, de los de arriba, de los medianeros y los de abajo, les llega la soledad.

Se acuerdan ellos de sus momentos recientes, de los de 1946, cuando los conservadores regresan sorpresivamente al poder con una minoría de los votos, ante la división de los liberales entre Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán. Muchos no pueden olvidar que cuando llegaron al poder los liberales en 1930, en varias partes del país hubo conservadores que perdieron sus puestos y sus bienes, e incluso en algunos casos la vida, y no dudan que ahora será al revés, que habrá liberales a quienes les irá mal. Con el presidente Mariano Ospina Pérez en el Palacio de la Carrera en la capital, desde ese agosto, les sorprende aún más el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán en esa tarde del 9 de abril de 1948 en el centro de Bogotá. Los recuerdos de esa tarde los siguen trastornando.

Decisivo es el año 1949 (pero cada uno lo es). Si no ganan la presidencia los minoritarios conservadores en 1946 ante la división liberal entre Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán, y se hubieran mantenido los gobiernos liberales que comenzaron en 1930, seguramente los conflictos de estos años no serían tan agudos. Sin embargo, no lo podemos asegurar. Sorpresivamente en el poder, los conservadores buscan asentar sus puestos y su autoridad en un municipio tras otro. Los liberales se defienden para tratar de mantener lo que sienten suyo. Entonces, en 1947 sigue ese cambio de poder en los municipios lleno de arbitrariedades. Gaitán y los liberales se encuentran a la defensiva. Y decisivo es 1948, ese del 9 de abril, dejando a los liberales desalmados por todo el país sin su máximo jefe, y a los conservadores, muchos de ellos, convencidos de que los jefes liberales no son nada más que unos irresponsables dedicados a tomarse el poder como fuera. Varios descubrieron en el 9 de abril fuerzas oscuras, dedicadas a destruir la civilización occidental y la fe católica.

En 1949 oímos el rompimiento, contundente y personal, de los jefes liberales en contra de los conservadores. Los liberales están al borde del abismo, ad portas de perderlo todo; los conservadores, confiados, a punto de imponer su orden sobre el país, y su jefe, Laureano Gómez, rumbo a la presidencia. No logran imponerse los unos ni los otros, si es que alguna vez lo pensaron posible. No lo sabemos. Ambos buscan el poder como sea. Más de cincuenta mil colombianos pierden la vida en esos meses cruentos. Abierta la brecha entre los jefes de los dos partidos, ya no tienen cómo contener las violencias personales y políticas que brotan aquí y allá entre los colombianos en tantas regiones del país. Unos llegan al poder; los otros, al exilio. Los pueblerinos, aquí y allá, en sus calles, sus cantinas, sus hogares, viendo cómo hacen para sobrevivir. A fines de 1949, la violencia ya parece imparable. En su historia sobre las relaciones entre los jefes políticos en ese año, Alexander Wilde sostiene que la colaboración entre los jefes No se desbarató, a pesar de lo que dicen la mayoría de los comentaristas, simplemente a causa de intenciones malévolas de uno u otro partido.

En 1949 mueren casi diecinueve mil colombianos en un enfrentamiento y otro, entre unos pocos aquí y allá, en distintos sitios, en pueblos y en trochas, en una plaza, más allá del trazo urbano del pueblo, en la puerta de su casa. Con todo, no es el año más violento. En el año anterior, más de cuarenta y cuatro mil seres pierden la vida. ¿Cuántos? ¿Quiénes son? Los rumores vuelan. La gente habla, dice cosas. Son chismes. Susurros. No lo saben. No tienen cómo saberlo. Que son muchos los muertos. Que a fulano de tal… ¿Por qué mataron a don…? Al que deberían haber matado es a… Los diarios hablan de algunos muertos, de unas confrontaciones. En momentos una persona es testigo de un enfrentamiento o se siente involucrada. Muchos son los heridos, los apuñalados, aplanchados y golpeados que sobreviven.

Autor: Herbert /Braun

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