Opinión Pública en Nueva Granada

Opinión Pública

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En el periodo durante el cual reinan Carlos III y Carlos IV (1759-1808) la expresión «opinión pública» fue utilizada extraordinariamente poco en el Nuevo Reino de Granada: la hallamos apenas cuatro veces en 4.500 páginas de documentos analizados. Eso no significa que en dicha porción de la monar-quía no se hubieran producido las mutaciones que en otros lugares han permitido ocuparse de aquella fuerza dominante e imprecisa. También en la Nueva Granada vemos emerger formas inéditas de lectura y de sociabilidad (tertulias, sociedades de lectura), así como nuevas representaciones de la riqueza, el trabajo, la natura-leza y el saber (Silva, 2002). Surgieron asimismo algunos periódicos: Papel perió-dico de Santafé (1791-1797), Correo curioso (1801), Redactor Americano (1806-1809), El Alternativo del Redactor Americano (1807-1809), casi todos por iniciativa de las autoridades.Los impulsos novadores de la Corona también dieron lugar a conmociones políticas como la enorme rebelión antifiscal de los Comuneros (1781), que dejó en las autoridades peninsulares un temor perdurable a la insubordinación. Ellas creyeron erradicar esos ánimos rebeldes con algunas sentencias ejemplarizantes que pretendían prevenir a aquellos que se resistieran a las providencias emanadas del rey o mantuvieran opiniones disonantes con ellas, pues como indicaron, «en este asunto cualquiera opinión contraria» debía ser considerada como «escanda-losa, errónea y directamente opuesta al juramento de fidelidad» de todos los va-sallos al católico monarca (Friede, 1982, 626). Una prevención igual, que desem-boca en la exhibición de los fundamentos de la monarquía, manifestó Joaquín de Finestrad, un capuchino que redactó un folleto inspirado en los temores a la re-belión comunera: «En el conjunto de los hombres se descubre un extraño y raro modo de pensar. No es una misma su opinión. Es preciso que haya un superior que decida la cuestión para la conservación de la paz y quietud en aquellos miem-bros que componen el cuerpo de la República» (De Finestrad, 1789, 308).

Ese superior es el monarca, cuya figura difracta las tensiones de la sociedad.En el pequeño «país de las letras» neogranadino, opinar es, por contraste, no sólo aceptado sino estimulado. Algunos audaces llegaron incluso a imaginar una amplia libertad de opinar, útil por diversos motivos a la sociedad. Pedro Fermín de Vargas escribió a comienzos de la década de 1790 que «todo hombre comomiembro de la sociedad tiene derecho para decir lo que le parezca útil y ventajo-so a su patria» (De Vargas, 1791, 69). Y Antonio Nariño, en su defensa durante el proceso que le siguieron por haber traducido e impreso la Declaración de los derechos del hombre, deja caer la hipótesis de que la libertad de escribir y de opinar resulta benéfica, aunque enuncia un temor o una amenaza a la división de la opinión pública en ese momento de tensiones de mediados de la década de 1790. Nariño es, por lo demás, casi el único de quien sabemos que haya utilizado la expresión «opinión pública» (Hernández, 1980, 377, 398, 420). Pero la noción de opinión como tribunal de lo razonable y lo adecuado al bien común estuvo fuertemente limitada por la estrechez cuantitativa de la república literaria, pero, sobre todo, por la naturaleza de las cuestiones que ésta creía poder abordar de manera legítima. Juez temible, la opinión remite más bien a la manera errática y tumultuosa como un aglomerado social se expresa: tal se ve en la expresión «fu-ror de la opinión», del director de la Expedición Botánica (Archivo General de la Nación, Colecciones, Enrique Ortega Ricaurte, caja 68, carpeta 250, ff. 219-221), o en un cura ilustrado, quien habla de «opinión y concepto común» (Mar-tínez, 2006, 307).

Es al público a quien se alude cuando se piensa en una instancia que pondere las producciones de los literatos. Público «inexorable» cuyo dictamen deben en-frentar quienes deseen pertenecer a la «república literaria», y cuyo examen de las indagaciones relativas a las ciencias naturales, la filosofía, la moral o la economía se considera no sólo un estímulo sino una consagración. El público es, pues, lla-ado a dar sustancia y sentido, mediante la crítica, a la labor de los literatos (Co-rreo curioso, nº 13, 12-V-1801), cuya producción vale en la medida que sirva al bien común, se someta a las dos potestades, y se conforme con las buenas mane-ras (ibíd., nº 1, 17-II-1801, cit. Silva, 2002, 372). Pero no es fácil acordar la neu-tralidad del arbitraje a los críticos tan evocados: su incursión es una fatalidad más tolerada que consentida. En los periódicos vemos insistentemente descalificados a quienes osan criticar, y sus discrepancias juzgadas más como desahogo de pa-siones personales o deseo de figurar, que como búsqueda de la verdad o el bien común. Para que tenga valor, se dice, la crítica debe sustentarse en sólidas razo-nes, conformándose con lo que alguien denominó, sin precisarlas, las «leyes de la buena crítica» (ibíd., nº 46, 29-XII-1801).

La crítica, sin embargo, es asunto de pocos, como lo indicó reiteradamente el redactor del Papel Periódico, quien, al lamentar la proliferación de críticos, señaló que «el criticar bien es concedido a muy pocos hombres. Aquel que no hubiere nacido con este don, en vano preten-de adquirirlo en las Escuelas y libros» (Papel Periódico, nº 28, 19-VIII-1791; nº 41, 18-XI-1791).Y es que en la proliferación de opiniones y en el eventual desbordamiento de la crítica asoma un peligro mayor: turbar la república cuando la libertad de opi-nar traspasa las cuestiones propias de la república literaria para abarcar la socie-dad entera. Los periódicos deben, por lo tanto, dirigirse a los hombres sensatos o prudentes, al «público ilustrado», o simplemente al «público» en un sentido restrictivo. No se dirigen a la opinión pública, y menos al «pueblo», quien ni siquiera es pensado como lector pasivo. El redactor del «Papel Periódico» indica explícitamente en varias ocasiones que es antagónico con el objeto de los papeles públicos tratar de agradar al pueblo, pues siendo la ilustración pública «el verda-dero y único plan que debe ser el alma de los Papeles Periódicos», ellos no pue-den «incurrir en la notable falta de querer agradar a los del mayor número del pueblo, cuyo gusto no se complace en otras producciones que las jocosas, satíri-cas y pedantescas» (Papel Periódico, nº 4, 24, 34, 81, 86, 239-247, 262). De mane-ra que en las escasas oportunidades en que se postula la hipótesis de la libertad de opinar, ésta tiene un alcance preciso cuya extralimitación comporta una re-probación social. Francisco José de Caldas nos muestra el ámbito legítimo de ese ejercicio en una carta en la que se queja de las autoridades por estar vulnerando la «libertad literaria» al pretender censurar un escrito científico (Posada, 1917, 254). Más allá de este ámbito de las cuestiones «literarias», la libertad de opinar se llena de peligros.Nariño mismo indica claramente que ni las cuestiones religiosas ni las deci-siones de las autoridades son ámbitos a los que pueda penetrar la crítica: indaga por la libertad de escribir pero se detiene ante «las verdades reservadas a los asun-tos de nuestra santa religión, que no admiten discusiones» y «las determinaciones del gobierno, acreedoras a nuestro respeto y silencio» (Hernández, 1980, 398).

La Biblia traducida al castellano puede incrementar el contacto directo con la sabi-duría divina, pero comporta el riesgo de que cualquiera desee convertirse en in-térprete de esos «misteriosos arcanos», cuyas claves otorgó Dios a las prudentes manos de la Iglesia (Papel Periódico, nº 207, 28-VIII-1795). Más inabordables son los arcanos del gobierno, cuyo misterio impide que alguien se aventure a indagar por los fundamentos del orden. Ese atrevimiento es lo que censura la Real Au-diencia a Nariño, y es lo mismo acerca de lo que alerta el Bibliotecario Real al Príncipe de la Paz. Como de la península envían a las Audiencias y Asesorías de Gobierno magistrados bisoños, le dice, éstos deben consultar con frecuencia a juristas locales intrigantes, con lo cual «se revelan y difunden en el público los secretos más sagrados de la soberanía» (Cacua, 1966, 120). Es esta figura del rey, situada más allá de la sociedad, la que explica los dilemas y los límites de una opi-nión pública que esa misma autoridad suscita pero intenta controlar. El rey alber-ga la legitimidad última del saber (Lefort, 2007).Con el vacío de poder abierto por la crisis monárquica una de las novedades importantes en el lenguaje es la proliferación de la expresión «opinión pública». La usan tanto quienes reconocen la Regencia como aquellos que le niegan acata-miento, y cuando se profundice la revolución, lo harán tanto los independentistas como los lealistas.

La opinión se hace una fuerza evidente, capaz de oponerse a las ambiciones usurpadoras de Napoleón, de superar la ignorancia remanente en la sociedad, de modificar las relaciones con la península incluso proveyendo una constitución nueva, de poner dique al despotismo, de contener a los enemigos.La construcción del orden nuevo deseado por los desafectos al gobierno pe-ninsular, en cuanto es insustentable en el rey, conllevará una multiplicación de las apelaciones a la opinión pública. Muchos hablan de «formar la opinión pública», de «ilustrar y fijar la opinión pública», de «restablecer y mejorar la opinión pú-blica», de «rectificar y fijar la opinión pública». Objetivo que es inalcanzable sinel auxilio de las luces, y que tiene en los papeles públicos su instrumento idóneo en la medida que se «multiplican a voluntad, llevan a todas partes los principios, las luces, disipan los nublados que en todo momento forman la sedición y la ca-lumnia» (Diario Político, nº 1, 27-VIII-1810).La ilusión contenida en la revolución de alcanzar finalmente la libertad de «pensar, hablar e imprimir», hace que estas libertades parezcan por sí solas abrir todas las posibilidades y atraer todos los beneficios. El Diario Político exhorta entonces a los literatos a que nada teman, a que escriban «con esa libertad que dicta la justicia y la virtud», a que sostengan la patria con sus luces y sus escritos. Esa inédita libertad de conocer y de juzgar se afirma por contraposición a la ima-gen de los «tres siglos de oscurantismo» durante los cuales los americanos ha-brían sido hundidos deliberadamente en la ignorancia por gobiernos que oculta-ron su despotismo y su ineptitud mediante el secreto. La revolución aparece como el cierre de ese «tiempo de silencio y de misterios», como la ruptura de «las cadenas que han aprisionado a la razón y al ingenio», como el fin del «secreto, el baluarte más firme de la tiranía» (ibíd.).

Por oposición al sigilo de las antiguas autoridades, se cree que la riesgosa empresa de regenerar la sociedad pasa por obtener para la nueva autoridad el consentimiento de los hombres libres, lo cual sólo es posible a condición de que éstos puedan conocer las operaciones del gobierno. Negar al público el conoci-miento de los hechos y la justificación de las providencias sería prolongar la im-becilidad característica del antiguo orden e incluso poner en peligro la revolución haciendo indiferentes a los ciudadanos. La publicidad, en cambio, anularía los propósitos de los descontentos injustificados, acrecentaría el apoyo al gobierno y lo haría irresistible ante los revoltosos (Aviso al Público, nº 21, 16-II-1811; Déca-da Miscelánea, 29-IX-1814). Algunos incluso piensan que ella es «la más fuerte columna de la libertad», y debe ser un atributo general de la república, pues la «publicidad de las deliberaciones contiene a los ambiciosos, o descubre su perfi-dia». Desde este punto de vista, debían ser considerados como sospechosos, en tanto portadores de perversas intenciones, quienes temieran expresar su opinión en voz alta, pues «no hay sino la maldad que pida la oscuridad y el silencio» mien-tras que «una acción loable, no encuentra sino recompensa en la publicidad» (De-rechos del hombre y del ciudadano […], 1813, 71, 65-66).

Si la publicidad contiene tantas bondades, la libertad de opinar que le da sen-tido puede aparecer como amenazada lógicamente por los enemigos de la revolu-ción, quienes buscarían negarle sus virtudes o impedirla, como se indica a propó-sito de la libertad de imprenta: «los buenos la desean, y los déspotas, los tiranos y los malos se esfuerzan por impedirla» (Aviso al Público, nº 19, 2-II-1811). Los enemigos de la «causa común» buscan también malear la opinión. Abundan en-tonces las acusaciones a quienes por malicia, egoísmo o ambición buscan corrom-per o pervertir la opinión, promoviendo la desunión y perjudicando la causa co-mún. Así, las autoridades de Popayán (regentistas) acusan al Cabildo de Buga de querer «corromper la opinión pública» y oprimir a los «muchos buenos y fieles vasallos» de esa ciudad (García, 1960, 46), aunque la misma acusación había sido formulada días antes en sentido contrario. Entre los independentistas, la denuncia es aún más acerba. Un diputado al Colegio Electoral de Cundinamarca desca-lificó a otro como enemigo «de la Patria y de la Virtud», e integrante de «una facción de hombres criminales y perdidos que se han apoderado de las calles, de las plazas y hasta de los templos para corromper la opinión pública» (Rodríguez, s. f., 223). La revolución va desplegando en el corazón del régimen democrático una inextinguible disputa por la representación, la cual nos es revelada por estas denuncias de interferencia a la plena expresión de la opinión.

Autor: Isidro Vanegas

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