Opinión Pública

Opinión Pública en Colombia

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Concepto de Opinión Pública

Una definición sucinta de Opinión Pública puede ser la siguiente: Criterio generalizado que sobre la apreciación de los problemas de la comunidad y de su resolución se impone, con presión psicológica incontrastable, en un país y momento histórico determinado. La opinión pública se forma, principalmente, mediante la acción de los partidos políticos y la propaganda de la prensa. Es considerada como la base sociológica del Estado.

Historia de la Opinión Pública

Nota: para informacion historica previa, véase la entrada sobre la opinión pública en Nueva Granada aquí.

Denunciar la intención de corromper la opinión pública supone que se deten-ta el fin adecuado a que ella debe dirigirse. Dado que la revolución contiene una proliferación de opiniones y una promesa de cambios radicales, sus agentes trata-rán de acomodar esa multiforme opinión a los fines supremos de que se sienten portadores. Quienes buscan bloquear los cambios, se esfuerzan igualmente por «fijar la opinión». No se trata de una lucha entre independentistas y monarquistas, sino de un combate que recorre toda la sociedad. «Fijar», según el Diccionario de la Real Academia [1732], tiene una acepción que es «establecer y quitar la variedad que puede haber en alguna cosa no material, arreglándose a la opinión que parece más segura, y desechando las demás que desconforman con ella». Fijar la opinión: la tentativa primero la vemos en las autoridades virreinales que tratan de blindar la sociedad contra Bonaparte, y después en los que quieren desplazar a esas autori-dades y eventualmente independizarse. En octubre de 1808 le proponen al Virrey un conjunto de medidas para fijar «la opinión pública de nuestra nación y de estas colonias» en contra del «tirano corso» (Banco de la República, 1960, 51). En el comisionado de la Regencia se acentúa la urgencia de esa tarea; él insta a alguien a «fijar la opinión pública de una Provincia tan interesante, procurando estrechar su unión con la península», y en otra carta lamenta que a su llegada a Caracas no hubiera podido fijar la opinión pública pues «todo el plan de trastorno del Go-bierno estaba realizado» (Monsalve, 1920, 352, 108). Fijar la opinión es uno de los principales medios de procurarle al pueblo la felicidad, o de darle vigor a las leyes. Pero no es tanto una respuesta a los peligros que asedian a la revolución, como un objetivo en sí mismo que revela el compromiso de la revolución con la unificación de la sociedad (Diario Político, nº 1, 27-VIII-1810, cit. Posada, 1914, 308).

Como vemos en los verbos que la acompañan, la opinión pública no es algo que haya que develar o escrutar. Uno de los escasísimos que lo hace es Miguel de Pombo, quien elogiando los pequeños Estados dice que allí se hacen las «leyes particulares con previo conocimiento de las circunstancias físicas y morales del país, después de haber escuchado el voto de la opinión pública» (De Pombo, 1811, XLII). La opinión pública, en general, no se busca para conocerla, sino para constituirla. Incluso no aparece casi como un tribunal que juzgue al poder. El sentido más frecuente es el que tempranamente indicaba Camilo Torres: es algo que «deberá formarse por buenos escritos públicos, [que le] hagan conocer la forma de gobierno que mejor conviene» (Banco de la República, 1960, 64). Igual-mente se habla de «fijar la verdadera opinión sobre el fin de nuestra revolución» (Rodríguez, 1963, 79). Así, más que una tentativa de superar la precaria legitimi-dad de la empresa revolucionaria, forjar la opinión pública es intentar conducir la sociedad a su plenitud, expurgándola de sus divisiones.

Pero fijar la opinión pública se revela como una quimera en la medida que resulta imposible dirimir de manera inobjetable la disputa entre quienes pre-tenden detentar sus claves. Las inextinguibles querellas entre provincias y lo-calidades, entre facciones, entre castas, e incluso al interior de las familias bas-tan para dar cuenta del fracaso de la tentativa de unificar la sociedad. Ésta continuará debatiéndose entre la pretensión de uniformar la opinión, que re-vela el temor a la anarquía y la impotencia, y la de criticar todo, que revela el temor a la tiranía nacida del ocultamiento de los movimientos del gobierno o de los enemigos. Las dificultades de las primeras repúblicas se deben no poco a la imposibilidad de remontar esa contradicción. Pero en la revolución la so-ciedad neogranadina hizo la experiencia de una libertad de juzgar que, por principio, no tenía límites.Fernando VII prohibiendo los catecismos políticos (Yépez, 1988, 559-564) o el Obispo de Cartagena instando a los curas de su jurisdicción a reformar la opi-nión pública: la empresa de la reconquista es también la recuperación y regenera-ción de esa opinión extraviada por los perversos. Pero esos «pueblos sencillos e incautos», seducidos por «teorías» justificadoras de la usurpación, no estaban ya disponibles para retornar humildemente al seno de la monarquía. Como lo indicó amargamente el Gobernador realista de Cartagena algunos meses después de las decisivas victorias independentistas de 1819, la pérdida de la mayor parte de los territorios neogranadinos y «los mismos Pueblos han hecho conocer cuántas des-ventajas trae el no radicar en ellos la opinión pública en que consiste su fuerza moral» (Arrázola, 1963, 265-271, 297).En cuanto a los «patriotas», se trataba de blindar esa opinión contra los espa-ñoles, categoría en que habían cristalizado a los enemigos. A eso fue cuidadosa-mente dirigida la imprenta, y eso se buscó del púlpito, cuya eficacia persuasiva, particularmente entre la población iletrada, era bien conocida por Bolívar (Her-nández, 1988, t. I, 204; Correa, 1926, t. VII, 50-51).La fuerza y las potencialidades de la opinión pública fueron ampliamente reconocidas por los líderes independentistas. Por ella los militares debían cumplir modestamente sus tareas, ella era la única garantía de la libertad y seguridad del Congreso, o «una barrera formidable a los ataques dirigidos contra nuestro siste-ma» (Santander, 1988, 23; Congreso de Cúcuta, 1971, 30, 197; Administraciones de Santander, 1826-1827, 1990, 17). Pocos fueron, sin embargo, los que como José María Salazar o Vicente Azuero, hablaron de ella como «tribunal» o como «venerable y supremo tribunal» o como la «reina del mundo», con la cual ni si-quiera los héroes podían pretender estrellarse (Salazar, 1937, 168; Hernández y Lozano, 1944, 277). La vemos más bien como algo pasivo que hay que fomentar ante su decaimiento debido a la labor de los enemigos de la libertad, o que es preciso uniformar o dirigir para facilitar una decisión administrativa o el proyec-to mismo de la república, y, por supuesto, que hay que ilustrar. Para conducir la opinión pública incluso fueron ideadas instituciones específicas como la Cámara de Educación de la Constitución de 1819, que tenía entre sus tareas dirigir «la opinión pública en las materias literarias mientras se establece el instituto filosó-fico» (Actas del Congreso de Angostura, 1989, 181)

Encuadrar la opinión es una actitud concomitante al temor de que los enemi-gos la extravíen haciendo odiosa la causa de la libertad o la corrompan valiéndose de los sentimientos religiosos del pueblo, o simplemente la menoscaben. Pero el origen de los desarreglos de la opinión pública deriva también de las dificultades para realizar los fines de la república, y uno de los principales: la libertad. En este sentido, la libertad de imprenta no cesa de ser cuestionada, porque como lo ex-presa Santander en repetidas ocasiones, es «el mejor arbitrio inventado para de-sacreditar a un pueblo y a un gobierno, y si este gobierno y pueblo son nacientes, el diablo puede cargar con ellos». Adecuada para una «nación vieja», Santander insistirá en que la «libertad de hablar y escribir ilimitadamente» es nociva para una «república naciente» (Hernández, 1988, t. II, 193, 92, t. III, 231). Bolívar capta plenamente la profundidad del dilema de la libertad en la república cuando escribe que la «hermosa libertad de imprenta, con su escándalo, ha roto todos los velos, irritado todas las opiniones» (Hernández, 1988, t. VI, 43).

En efecto, no pocos momentos ofrecen a los colombianos el panorama de «una República amenazada por todas partes, despedazada en su seno por las pa-siones, y vacilante por la divergencia de opiniones» (El Amigo del Pueblo, n° 11, 24-VII-1828). La tarea de los hombres epónimos, Bolívar en primer lugar, es entonces darle un punto de equilibrio a la república. De ahí que indicar que la opinión desea o piensa algo, generalmente quiera decir que ella concuerda con las opiniones propias, y más aún con la opinión de los héroes que parecen encarnar la república. La opinión pública de algunas provincias no pensaba en federalismo, sino en el reposo, señaló alguien en el Congreso de Cúcuta (Congreso de Cúcuta, 1971, 90).

Santander se congratulaba: «la opinión pública contra federación está excelente», o se regocijaba de que estuviera por el «sistema» y rehusara su apoyo al rebelde general Páez. Y ese mismo gobernante hallaba gratificante poder mani-festarle a Bolívar cómo unas elecciones mostraban que el Vicepresidente merecía tanto la opinión de la república, como la del pueblo y la del héroe caraqueño (Hernández, 1988, t. IV, 19; t. VI, 13; t. V, 111). Éste creía en 1829 que en el sur de Colombia la opinión pública coincidía con él en querer «un gobierno inglés o semejante» (Castellanos, 1983, 156). De manera que si la opinión llega a no con-cordar con las aspiraciones de los líderes republicanos, eso justifica prepararla o esperarla, como lo indica Bolívar en una carta a Santander de 1826 (Hernández, 1988, t. VI, 31). En un sentido semejante, Santander y sus amigos se expresaron cuando quisieron derribar a Bolívar: antes de las acciones violentas quieren «ob-servar el estado de la opinión pública» y prepararla de manera que el movimiento sea general (Causas y memorias, 1990, 311).

Pero incluso los héroes, buscadores ardientes del honor y la gloria, llegan a temer a la opinión. Santander le escribía a Bolívar: «Yo tengo mucho miedo a la opinión pública, ella consigna los hechos y muere uno con deshonor y descrédito después de haber pasado mil sinsabores» (Hernández, 1988, t. II, 66). Y Bolívar le recomendaba abandonar una polémica, pues no le convenía «ponerse a conver-sar en esas plazas y calles de Dios con todo el mundo, y tener que recibir pacho-tadas de sus conlocutores» (Hernández, 1988, t. IV, 62). Su cultivo de la opinión pública va, sin embargo, más allá de las fronteras colombianas. También temían ycultivaban la «opinión pública del mundo liberal», u opinión «externa», de la que buscaron su benevolencia intentando ganarse la simpatía de publicistas reconoci-dos, enviando «embajadores», escribiendo libros y artículos que dieran cuenta de los avances políticos y la madurez de la república. Los líderes independentistas no dejaron de insistir en que las nuevas naciones no eran aglomerados de bárba-ros, sino de hombres que merecían la libertad. Con ello no solamente buscaban la concesión de préstamos o franquicias comerciales o el reconocimiento diplomá-tico, sino insertarse con pleno derecho en el «mundo liberal», «civilizado» (Her-nández, 1988, t. II, 209, 256; t. IV, 6; t. VI, 62, 92).Una opinión indócil revelaría a cada paso la imposibilidad del reposo, incluso para los héroes, que en repetidas ocasiones creyeron haber anclado la república. Santander, dando por hecho que Bolívar coincidiría con la «mejor y más sana opinión pública» que rechazaba a Páez, vería enseguida desbaratarse la unión de Colombia (Hernández, 1988, t. VI, 68). Bolívar, que escribió a Urdaneta: «El pueblo en tales crisis no se engaña. V. E. estaba indicado por la opinión pública, para salvar la patria del caos en que iba a sumergirse», moriría sin ver cómo ese «salvador de la patria» debía retirarse del poder unas semanas después (Castella-nos, 1983B, 136).

Todo un ciclo parecía cerrarse con la muerte de Bolívar. El General Santan-der, que gobernó después de su retorno de Europa, reconoció en su posesión como presidente (octubre de 1832) la fuerza de la opinión, diciendo que en «los gobiernos representativos la opinión pública ejerce su verdadero imperio» (Va-lencia, 1981, 36). Se ufanó igualmente de la libertad de imprenta durante su man-dato (Santander, 1988B, 219). Y, sin embargo, la Nueva Granada no superó ple-namente las dificultades para asimilar el pluralismo, como lo muestra el deseo del mismo Santander por acabar hasta con las denominaciones con que se habían distinguido los partidos, pues, según pretendía, tales calificativos «perpetuarán éstos, y se retardará la completa consolidación de la tranquilidad social, alejándo-se el día deseado de una sincera concordia entre todos los neogranadinos» (Cuer-vo, 1987, 130-131).El fin de la república de los héroes no significó el abandono del ensalzamien-to de la opinión pública. Un político muy mesurado explicaba que «la mayor fuerza de los gobiernos consiste no en los [sic] que le dan los medios fácticos, sino en los que le presta la opinión pública cuando el gobierno la conoce y se confor-ma a ella» (Mosquera, 1842, 50). Mientras otro de sensibilidad opuesta le daba incluso un valor transhistórico: «Si la opinión pública hubiese sido severa con Mario, con Sila, con Cicerón; si no hubiera echado un velo sobre los medios de que se sirvieron para conseguir el pretendido fin de la salud del pueblo […], el mundo no tendría que llorar las desgracias que lo han afligido en los últimos dos mil años» (González, 1845, 188).También persiste el énfasis en la ilustración como requisito de la opinión pública a que se apela y en la que se busca hallar la confirmación de la bondad de las propias afirmaciones. Lo vemos en los propósitos que se traza el periódico de los «progresistas», La Bandera Nacional, donde alegan presentarse «en la arena armados únicamente de la fuerza del raciocinio», con lo que esperan tranquilos «el triunfo de la opinión» (La Bandera Nacional, nº 1, 2-X-1837). O en uno de los líderes de esta corriente, quien afirmó que una de las principales virtudes de un hombre de Estado era saber contradecir la opinión cuando ella estuviera equivocada, o paralizara los impulsos innovadores, aunque la discusión pública debía preceder a esa eventualidad, pues era mediante ella como se podía llegar a la verdad (González, 1981, 137, 446). Vemos igualmente esa exigencia capacitaria a la opinión en el discurso de posesión del presidente Tomás Cipriano de Mosque-ra (elegido por los rivales de los progresistas en 1845). Allí declaró: «en materias administrativas seguiré siempre la opinión pública aun contra mis propios con-vencimientos», pero socarronamente agregó que sería feliz si lograba «¡conocer la opinión de la mayoría inteligente!» (Valencia, 1981, 77).Sin embargo, «opinión pública» aparece sobre todo en el marco de la disputa partidista como un haber que se pretende poseer, representándola, cada uno de los partidos políticos que se van delineando. Los progresistas o santanderistas acusan al gobierno de «misterioso y desdeñador de la opinión de sus compatriotas» (La Bandera Nacional,
47, 2-IX-1838). Enseguida un periódico gobiernista acusa a la oposición de «extraviar el civismo de nuestros compatriotas, sembrando el cis-ma político, a cuya sombra puedan hacer alguna ganancia los que hoy llevan sobre sí el anatema de la opinión» (El Amigo del Pueblo, nº 1, 9-IX-1838). La opinión es entonces el conjunto de los que están por la «buena causa», de manera que al pre-tender la representación de la opinión «sana» o «ilustrada» se precipita la denuncia de los rivales por despreciarla, extraviarla o atropellarla. Las apelaciones a la opi-nión pública dan cuenta entonces de la profundidad de las divisiones instituidas por los partidos. Los liberales acusan al partido conservador de haber asesinado a sus líderes en una guerra civil debido a que «no contaba ni contar podía con la opinión pública». Los conservadores replican acusándolos de atropellar «todo respeto a la virtud, toda consideración a la opinión pública, echando a un lado toda vergüenza y todo pudor» (Caro, 1981, 105, 112, 227, 61). Según el internuncio Cayetano Baluffi, «cada cual proclama que sigue la voluntad nacional, y mientras tanto divide y desalienta la opinión pública y con frecuencia la combate abierta-mente. El bien público sirve siempre de pretexto a los delitos, y el espíritu de re-volución es el único alimento de estas cabezas» (Pinilla, 1988, 177).

Aunque el internuncio tuvo con la «república popular» neogranadina una actitud claramente desdeñosa, es inocultable la dificultad para pensar el plura-lismo, aunque no se puede ignorar que ese no era un rasgo exclusivo de las so-ciedades hispanoamericanas. Sin embargo, ésa dificultad ahora subsiste con la emergencia de un interés por pensar el lugar específico que la opinión pública debe tener en lo político. Un político y constitucionalista hizo en 1842 una compleja disertación acerca de la manera de armonizar las diversas opiniones e intereses de la nación con las del jefe del Estado, partiendo del supuesto que esas opiniones e intereses no sólo «no podrían hallarse reunidos en un solo in-dividuo», sino que el jefe del Estado no podía representarlas inmediatamente y sin conflicto. Indicaba que la renovación completa y periódica de las cámaras podría servir para que la opinión pudiera «manifestarse toda entera, en perio-dos cortos y frecuentes», y de esta manera ganara concordancia con los poderes públicos (Mosquera, 1842, 58, 66-67, 77). Por otro lado, vemos también duran-te estos años un interés por dar materialidad al principio de que un gobierno liberal «no puede sustraer del juicio público sus operaciones», dirección en la cual se planteó la exigencia de un diario de debates, en el que «consignadas las opiniones y los votos de los representantes del pueblo granadino, pueda saber la nación cuál ha sido la conducta de sus mandatarios». La propuesta se orien-taba no sólo a permitir que cada uno se formara una idea acerca de las operacio-nes del gobierno, sino a que el pueblo se fuera ejercitando en el sistema «popu-lar representativo», lo cual consideraban como fundamental para el progreso (La Bandera Nacional, nº 47, 54, 13, 16).Además de reflexiones acerca del lugar de la opinión, durante estos años ve-mos emerger una reflexión sobre el lugar de la oposición (oposición legal, se acla-ra con fuerza) y de los partidos como expresión de una parte de la opinión, den-tro de una perspectiva que a primera vista se acerca a la aceptación del pluralismo. Como lo indicó un publicista liberal, un «partido, secta o escuela, no es sino el resultado de una opinión generalizada, adoptada y predicada por muchos hom-bres con la fe del convencimiento», siendo los dos partidos neogranadinos la ma-nifestación de «las dos grandes divisiones de la opinión». El partido conservador, admitió, es un «partido de resistencia y contrapeso, saludable, sin disputa en paí-ses nuevos en que nada tiene barreras respecto a los hechos morales, y en que vive y se remueve una población indefinible, agregado de muchas castas que hierven todavía sin haber llegado a la fusión que ha de darles carácter fijo, nacionalidad y paz» (El Neo-Granadino, n° 37, 14-IV-1849; nº 1, 4-VIII-1848). Pero los parti-dos, como lo vemos en esta última aseveración, tienen sentido sólo transitoria-mente mientras se logra la fusión definitiva de la nación. Los conservadores son más tajantes en su rechazo al pluralismo. Para ellos el liberalismo es inmoral y debe desaparecer, bien que de manera incruenta. Para lograrlo, un líder conserva-dor instó a desacreditar al partido liberal «sin descanso, hasta que se [le] haga cambiar de máximas, cosa difícil, o hasta que se le haga perder la audacia de ma-nifestarlas y practicarlas, cosas que sí es posible para una opinión pública enérgi-ca y sana» (Caro, 1981, 61)

Autor: Isidro Vanegas

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